Miquel Sánchez Romera, el detonador de horizontes
Ya desvelé aquí mismo hace unos meses (“El secreto regreso de Miquel Sánchez Romera”) el extraño retorno (“part time” con USA y China) a España del neurólogo-cocinero Miguel Sánchez Romera, este personaje incalificable embarcado en la búsqueda de un nuevo lenguaje culinario a través del hiperrealismo organoléptico, la ciencia y el arte. Pues bien, la otra noche volví a su casa, a su cocina; viví de nuevo sus platos y, ya de madrugada, me confió su nuevo artefacto, todavía “in progress”: el “expresionismo orgánico”. Esto fue lo que pasó…
“Ves cosas y dices, ¿por qué? Pero yo sueño cosas que nunca fueron y me digo, ¿por qué no?”
George Bernard Shaw
Reconozco que nací sin GPS en el cerebro, circunstancia que me ha hecho andar y volver a andar los mismos caminos a menudo. Y, por supuesto, en esta ocasión volví a perderme. Dos veces. Pero éste es mi destino… Finalmente, la silueta de Cristina –mujer de Miquel- recortada en la oscuridad me sacó del laberinto y, frío de niebla pero agitado de anhelos, llegué a la casa. El horno de leña, abajo, en plena producción de un exquisito pan hojaldrado… Ya en el comedor particular, adjunto a la cocina –Miguel trabaja todos y cada uno de los platos con la única compañía de un ayudante-, aguardo la primera sorpresa. Que llega bajo el nombre de “caviar Romera”, una crema de cebolla con tartare de ostras, puerros estofados en gallina, ventresca de salmón ahumado aquí mismo y caviar. Lo emotivo: una platónica conjugación de sabores que acaban en un morreo onírico. Lo reflexivo: nano gastronomía subyacente; destellos cuánticos. Todo se ilumina con el “mar y montaña” de relumbrón que se presenta con una gamba al curry y un muslito de pichón lacado, base de cebolla confitada al vinagre rojo y canela. Polisemias jugando al escondite… Sopa agridulce perfumada de shiitakes, huevo poché, trufa negra, toques de vermouth y anís… Colores violentando la mente en un círculo de Oswald enloquecido. Show sensorial. El mix de arroces, base de mariscos y mantequilla blanca de kombu: curry amarillo; soja; tinta de sepia; agua de rosas, hierbas de bosque. Sentirse en el ojo del huracán, girar voluptuosamente en el torbellino de sabores mientras el mar te succiona… Estamos dentro del CERN. Fideuá blanca de lubina con coco, agua de azahar y agua de rosas… Topeando, aceites aromatizados (tomate, pimientos, cebolla, albahaca). Una paranoia de conmociones confluyendo en la textura taumatúrgica del pescado. Y, por fin (no lo había dicho), el motivo central de la cena… Contramuslo de coquelet cocido con… ¡salsa de soja de 205 años! Sí, sí… Fue un regalo especial de una anciana china a Miguel. La salsa incorpora también vino amarillo, gingko biloba, canela y la grasa del propio pollo. Pura mítica. Se acompaña de una velouté de verduritas, patata deshidratada, berenjena a la llama de madera de encina y un fondo de mermelada de oliva negra. Impresiones polifónicas… Profundidad, intensidad. Tofu dulce (cubos) con mini lima china, mandarina y panal de miel de bosque. Sopa de calabaza y té de jazmín (caliente, iconoclasta).
Pero la noche no acaba aquí… Y es entonces, ya por el “fast lane” hacia la madrugada, cuando Miguel me habla de su nuevo movimiento (evolución de sus tesis de siempre), del “cook art”, del “expresionismo orgánico”. ¿Y? Bajo el imperio formal de la estética, del arte, la aplicación de la ciencia para llegar al fin último, el hiperrealismo organoléptico, la “hiperpercepción” de los alimentos en su expresión más natural otorgándole a todo el conjunto intensidad sensorial y emocional. Os dejo unas cuantas fotos asombrosas de los primeros platos de esta nueva y bizarra singladura culinaria. Una posible vanguardia…
Pero éste será otro viaje, en el cual, como siempre, me perderé… Aunque al fin llegaré. (Y continuará).