El secreto regreso de Miquel Sánchez Romera
Fue en México, este pasado verano, cuando la historia parpadeó sorpresivamente en mi celular: Miquel Sánchez Romera. No había vuelto a saber de él tras una densa conversación en el Café de la Ópera de Barcelona… A Miguel, meses después de aquel 2009 (creo), se lo tragó el tiempo. Supe que abrió en New York, y que allí consiguió fama y prestigio como el “chef doctor” (es neurólogo)… Después, la nada… Atiendo la llamada…
La voz envolvente, con un remoto acento argentino dándole swing al catalán, suena, lejana, en el auricular. La llamada es desde China. ¡Miquel! “Estoy trabajando en proyectos semiprivados, muy personales, en New York, Shandong y… Barcelona”. El tiempo girando en un “loop” bizarro en ese patio mexicano. Miquel fue el gran “enfant terrible” de la cocina de vanguardia española desde finales de los años noventa del XX hasta finales de la primera década del XXI. Científico (neurólogo en ejercicio, fue responsable de esta especialidad en el hospital de Granollers), artista (estudió también Bellas Artes) y… cocinero autodidacta. Se decía (y era cierto) que su mujer le obligó a abrir el restaurante –L’Esguard, en Llavaneres- para evitar que siguiese tirando paredes de su domicilio para agrandar infinitamente la cocina. Era una cuestión ya no de pasión, sino de obsesión. Para Miquel sólo había un vector en su cosmos vital: la cocina. Todavía recuerdo cuando lo presentó públicamente Ferran Adrià en el I Congreso de Gastronomía Mediterránea como “un verdadero genio”. Cierto, un genio. Uno entre un millón. Sin embargo, esa misma genialidad lo llevó a posiciones de tal radicalidad que ya sólo encontró compañía en la soledad y en unos pocos fervorosos como yo mismo. Miquel, atormentado de creatividades crí pticas y alucinado de colores que se reían del arco iris, fue poco a poco construyéndose una “madriguera kafkiana” para salvarse de la paranoia (tuvo que encajar injustas críticas de intrusismo) y poder dialogar sin distracciones ni “ruido” con su avanzado concepto metagastronómico. No es extraño que, como en la obra que recordaba más arriba del escritor checo- “La construcción”-, Sánchez Romera definiese su cocina como “construccionismo”. Pero, ¿qué era el “construccionismo”? Una reflexión rebelde en un momento en que asombraba el “deconstruccionismo” bulliniano. Rescato la definición del “doctor” de un viejo texto que le dediqué en 2004: “Es la capacidad para crear cosas nuevas. En mi caso, nuevas construcciones culinarias. Desde una base científica, lograr arte gastronómico. El construccionismo empieza con las propiedades naturales de los productos, sus sabores, sus olores, sus texturas… A partir de aquí, y desde una autonomía ideológica total y sin buscar referentes, invento técnicas para recrear novedades culinarias. Hay que evitar al máximo la desnaturalización propia de la cocina, hay que preservar, a través de métodos científicos y culinarios, la naturaleza, la expresión de los productos. Y desde ahí, crear”.
Recuerdo que le respondí: “Bien, eso es lo que pretenden todos los cocineros contemporáneos, ¿no?” Miquel de nuevo: “Yo no lo veo así. Hoy se transforma, se modifica, se deforma, se reconstruye todo. No se crea en sentido estricto. La posmodernidad no me interesa: se basa en “crear” por suma o descomposición de las ideas de otros. Pastiche”. Lo dicho, todo un “enfant terrible”.
Los enfrentamientos con algunos cocineros –entre ellos, Aduriz- y el convencimiento ya terminal de ser considerado un “maldito” por el sector fue alejándolo de los focos –no así de lo extraordinario en su cocina- hasta que le llegó una oferta de New York (su fama siempre fue más internacional que nacional) y, utilizando la famosa despedida “a la francesa”, despareció sin dejar rastro.
Me quedan de aquellos años recuerdos que jamás podré extraer de mi disco duro. Platos como la crema de agua marina con corazón de puerros y ventresca de salmón salvaje ahumado; el culto y sofisticado crujiente de ostra con caldo corto de azafrán y semi-confit frío de mariscos con concha; la sardina en garum de mejillones y muselina de pulpa de tomate con cristalinos de Micri film (producto espesante que desarrolló y que fue la fuente de sus polémicas con otros chefs); el “blend” escogido de ocho minivariedades de setas con emulsión de aceite de oliva arbequina y berenjena a la llama de morera; el “ómnium” de cereales con aceite de oliva virgen picual y salsa aterciopelada de tandoori, oliva negra y trufa negra (éste fue uno de los platos más espectaculares del menú del construccionismo: ¿cómo sacarle partido a algo tan árido como los cereales? Dándoles jugosidad y recreando una confusión en el plato cuya resultante era un sabor lleno, rico, suculento y, desde luego, sorprendente); el lomo de bacalao confitado en aceite de oliva hojiblanca, napado en velouté de huevas de bacalao y puré de tomate glaseado; el pichón con garbanzos negros, caldo de verduras, foie gras, cardamomo, café, frutos secos, canela (alquímico); o el chocogel de cacao criollo de Venezuela con menta, tandoori, coco, naranja, rosa, café con leche y base de gelatina nacarada (seis cilindros de inquietante presencia -alucinante la base de nácar, elaborada con minerales- que conformaban un espectáculo tanto visual como gustativo).
También frases lapidarias, sin disimulos ni correcciones políticas (nostalgia): “Pienso que mi visión es la única realmente creativa de boca para adentro: estoy harto del análisis culinario a partir de texturas, frío-caliente, etc., que son parámetros de boca para afuera”; “prefiero la aspiración a lo utópico a la desestructuración de la realidad. Yo quiero llegar al mito, a lo metafísico a través de la realidad. Los que copian o transforman, aquellos que están más pendientes de la gastronomía de boca para afuera venden la verdad, no buscan la verdad”; “fusión, no; cruces, sí”; “soy independiente y libre. No me contamino. Y estoy orgulloso de ello si se sabe entender mi cocina. En este mundo de la cocina, hoy, parece que hay necesidad de estar en contacto con la fama, y para ello buscar tendencias. Pero para el creador de verdad, lo único que interesa es la creación pura”; “yo no utilizo la Roner; uso una freidora a la que le he cambiado el termostato”…
El reencuentro en Barcelona… La cena con Miquel
Shandong, New York, Barcelona… Experiencias culinarias privadas, hasta secretas, personalizadas al máximo, estricta manipulación culinaria directa de Miquel en la cocina. Miquel ha desterrado la palabra restaurante: su trabajo actual es “invitar a su casa, a su cocina”.
En algún lugar de Cabrils. Noche cerrada en la sierra del Litoral. No es fácil llegar a casa de Miquel, punto final de un manojo de laberínticas calles mareándose en una urbanización escondida. No, nunca fue fácil Miquel… La construcción es grande, lujosa, ajardinada… Se cena en la biblioteca, junto a aquella cocina mítica que fue mordiendo espacio doméstico en los primeros años de la carrera culinaria de nuestro héroe. Entre volúmenes de cocina llenando los anaqueles, fotos de Miquel con Da Dong, con Hillary Clinton… Son cuatro o cinco mesas nada más (en una de ellas pontifica con displicencia Salvador Sostres, este falso “enfant terrible”). Tras los grandes ventanales, la niebla invernal confunde el paisaje y el tiempo… Y Miquel, en la cocina, cocina fuera del momentum… Cristina, su mujer, ocupa la mesa de al lado con su hija. Sensación de vértigo. El mátrix se detiene por unos segundos… Se agolpan en mi mente recuerdos de platos con estéticas y poesías nunca más vueltas a vivir. Hasta que aparece la ostra perfumada con albahaca y vainilla con ventresca ahumada de salmón (el salmón siempre fue uno de sus productos fetiche)… Vibraciones visuales, la realidad se desajusta como perdiendo la señal… Ahumados envolviendo todo, la vainilla brotando desde lo ancestral. Miquel está de nuevo en la ciudad. Sopa de boletus con huevo, anís estrellado, trufa y jamón. Perfecta cocción en un maelstrom de sensaciones dulces y saladas, excursión organoléptica a los confines. Ah… Los arroces especiales. Curry, tandoori, sepia, verduras y soja. Los colores, uno de los parámetros culinarios de Miquel. Vibrantes, hasta violentos. En el fondo del plato, surgiendo del piélago, el marisco soplando de norte… Delirio transensorial. Y viaje en el tiempo: su afamado salmón marinado con remolacha y naranja, con queso ahumado, jengibre y trufa. Aquella cocción temblorosa… Miguel es fuego y sudor, cocina bélica y sin misericordia desde el laboratorio hermético. Pichón con vermouth y trufa, crema de patata y verduras. Otra vez esa lisergia en forma de colores alienados entre sí… Yoghourt con curry y frutas del bosque. Versión líquida de un pastel de chocolate…
Por una vez, me quedé con ganas de más. El imaginario de Miquel pide menús más largos para bifurcar una exégesis que, a la postre, en su cocina intelectualmente compleja, donde los sabores son más sápidos que los originales, donde cromatismos y equilibrios juegan nuevas dimensiones, es la que define el placer final.
Escolio
Músorgsky quiso ponerle música al arte de su desafortunado amigo Víktor Hartmann, y compuso “Cuadros para una exposición”. Miquel, chef y doctor, nos sofisticó siempre desde un scanner cerebral dibujado en los sentidos. Flipa sus TACS, si puedes…